Saturday, November 2, 2013

Valle infértil

Valle infértil

Eva trajo su beba. Qué espléndido. Vestidita en su enterito rojo peluche con su gorrito de osito, es arrastrada en su carrito por el pasto hacia mí. Mientras muerdo mi galleta de queso y siento que el sol hoy está inclemente al punto de que si no me pongo los anteojos de sol me achicharro los ojos, esa criatura viene hacia mí. Eva sonríe. Perdió todo el peso del embarazo en dos semanas. Ni hinchada está. Su piel tersa y blanca muestra unas mejillas sonrosadas de regocijo y tal vez de algo de colorete. Se le ven las raíces creciendo de implacable castaño en su teñida cabellera rubia. El bebé ocupa todo su tiempo, se ve que no tiene ni un respiro como para poder ir a la peluquería a teñirse o a la perfumería a buscar agua oxigenada. El carrito se mueve con dificultad por el pasto crecido. A veces un hilo de pasto se enreda en la ruedita y queda allí dificultando aún más el movimiento. La tía sirve dos vasos de coca cola para los recién llegados. Los dichosos. Los tres. La suegra viene a saludar, emocionadísima, casi con lágrimas en los ojos, pero solo casi. Levanta a la beba al aire y no puedo evitar pensar en el barón rojo volando por el cielo. La beba extiende los brazos con alegría o desespero, imposible de precisar en las facciones de neonata. No llora. Veo en la beba un inquietante destello de picardía en sus ojos azules y redondos, iguales a los de su padre. Atrás, papá prepara el asado.
Son la una y media; “recién comeremos como en una hora”, me digo mordisqueando el último trozo de galleta de queso.
Tratando de apurar las cosas, Cristina le ayuda a atizar el fuego a papá, pero dudo mucho que logre apurar nada; ella siempre tan expeditiva y presta a ayudar, pobrecita, siempre creyendo que así la van a querer más. La verdad es que nadie la quiere. No hablo solo de mí sino de toda la familia. Siempre se mantuvo apartada de todo, sola, ahí en su habitación entre libros y apuntes mientras todos salíamos con papá a ver los partidos de rugby en domingos tan luminosos como éste.

Eran hermosos esos domingos. Papá, Germán y yo apostando quién ganaría el partido, ahí sentados sobre las gradas enfrentando el quincho para que no nos diera el sol en la cara, entre los veteranos hinchas del club, esos que lo vieron nacer allá en 1900, el “Negro” con su whisky que cuando se emocionaba y gesticulaba violentamente con los brazos aún en ese momento no lograba desparramarlo por los aires. El “Alemán” con su cigarro, lo prendía una y otra vez, camuflado en su nube tratando de ocultar el orgullo que tenía por su hijo que jugaba en la primera. Germán apoyado contra el caño, frunciendo el ceño por la miopía (aun hoy se niega a usar anteojos), yo con un helado en la mano, papá a los gritos y Cristina sentada en la oscuridad de su habitación.

Crecimos, Germán logró entrar al equipo y papá y yo lo íbamos a ver, repitiéndose las figuras que nos acompañaban, quizá un poco más viejas y ajeadas por el viento y la vida, pero sin cambios perceptibles. Yo con mi helado, Germán embarrado en la cancha, papá a los gritos. Cristina en su departamento oscuro haciéndose la escritora.
Papá sigue gritando, aunque un poco menos hoy en día porque el médico le dijo que tiene que cuidar la presión que incluye, además de evitar los choripanes, no excitarse demasiado porque eso significa una alta cuota de stress.

Ya se huele la grasa del chorizo salpicando sobre las brasas. Huele a madera quemada y carne. Hay humo y eso que estamos sentados en el jardín. Germán se atora con la coca que le sirvió la tía y empieza a toser sin cesar, Eva le golpea la espalda como me imagino también hace con su beba cuando tiene un eructito o algún pedito. A la beba la estacionaron delante de mí y ahora reposa en su cunita chupando el chupete, ese émulo de teta. No me mira. De hecho tiene los ojos cerrados por el sol. La pusieron en el sol. No sé qué clase de madre es Eva. Seguro que no tiene la más mínima idea del desarrollo de melanomas en bebés.

Mamá nos embadurnaba hasta donde no nos pegaba el sol con Nubevital. Ger y yo jugábamos a la paleta pelota o a los tejos con papá esos veranos que pasábamos en La Paloma. Me acuerdo bien del olor de eucaliptus y pino en Villa Andresito donde a veces alquilábamos los dormis si no llevábamos carpa. Cristina siempre se quejaba, que porqué no íbamos a Córdoba en vez de ir siempre a la playa. Ella con mamá vivían encaramadas debajo de la sombrilla. Mamá nos solía mirar jugar, Cristina leía Agatha Christie que eran los únicos libros que se conseguían en la librería del pueblo. Ella no amaba sentir la arena debajo de los pies, caliente, tan caliente que te impulsaba tirarte al mar. Cristina usaba ojotas. Mamá usaba ojotas. Ellas eran tan iguales, al punto que me peguntaba siempre cómo podíamos ser de la misma familia.

Cris debe haber sufrido mucho con la muerte de mamá. Era su único nexo con la familia. Publicó un libro de cuentos titulado “Asepsia”, me imagino que es sobre la muerte de mamá. El libro en algún lugar en casa está; copia firmada y dedicada, pero nunca tuve la voluntad de leerlo.
Mamá estaría feliz por su nieta. Ahora, la pobre criatura solo tendrá una abuela. Cristina creo que ni se enteró que fue tía. Ger está exultante. Yo veo a esa criatura y no veo nada de él en ella, es un calco de Eva. Rosada como una feta de jamón, ojos azules como zafiros, orejas y manos diminutas. Quizá algún día desarrolle algo que la una con su padre.  

A nadie le importa, claro está, que yo estoy tratando de quedar embarazada desde hace tres años por lo menos. Hice miles de tratamientos. Hasta fui al cura sanador en Rosario con otra amiga que está en la misma que yo. Eva quedó embarazada casi a los nueve meses de casada; qué prosaico sería si se quedó embarazada la noche de bodas. No es mi marido el problema, soy yo. Y no veo solución. No tengo con quién hablarlo tampoco. Mi marido me dice que no quedo embarazada por el estrés del trabajo y por el estrés de pensar tanto en eso. Mi amiga dice que hay que tener fe y rezar y tomar religiosamente el bidón de agua bendita que me dio el cura sanador. Hasta se lo hago tomar a mi marido a ver si surte efecto. Con papá de eso no se puede hablar. Cristina quizá entendería, ella que es tan sensible, pero lo tomaría como algo trágico y me pondría en alguno de sus cuentos llenos de crueldad. Seguro lo llamaría “Valle infértil” o algo así. Mi cuñada solo habla de bebés y tiene ahora un nuevo círculo de amigas, también todas con bebés y ahí no hay lugar para mí; incluso conociéndolas deben pensar que la infertilidad es algo contagioso. Mamá ya no está. Ella entendería. Ella era una buena madre. Ella no me hubiera puesto en el sol.


La beba abre los ojos, me mira. Hace una mueca y escupe el chupete. Me mira. No sé si me mira a mí o su propio reflejo en mis anteojos de sol. Pretendo que me mira, que sabe que estoy acá. Sonríe.