Valle infértil
Eva trajo su beba. Qué espléndido.
Vestidita en su enterito rojo peluche con su gorrito de osito, es arrastrada en
su carrito por el pasto hacia mí. Mientras muerdo mi galleta de queso y siento
que el sol hoy está inclemente al punto de que si no me pongo los anteojos de
sol me achicharro los ojos, esa criatura viene hacia mí. Eva sonríe. Perdió
todo el peso del embarazo en dos semanas. Ni hinchada está. Su piel tersa y
blanca muestra unas mejillas sonrosadas de regocijo y tal vez de algo de
colorete. Se le ven las raíces creciendo de implacable castaño en su teñida
cabellera rubia. El bebé ocupa todo su tiempo, se ve que no tiene ni un respiro
como para poder ir a la peluquería a teñirse o a la perfumería a buscar agua
oxigenada. El carrito se mueve con dificultad por el pasto crecido. A veces un
hilo de pasto se enreda en la ruedita y queda allí dificultando aún más el
movimiento. La tía sirve dos vasos de coca cola para los recién llegados. Los
dichosos. Los tres. La suegra viene a saludar, emocionadísima, casi con
lágrimas en los ojos, pero solo casi. Levanta a la beba al aire y no puedo
evitar pensar en el barón rojo volando por el cielo. La beba extiende los
brazos con alegría o desespero, imposible de precisar en las facciones de neonata.
No llora. Veo en la beba un inquietante destello de picardía en sus ojos azules
y redondos, iguales a los de su padre. Atrás, papá prepara el asado.
Son la una y media; “recién comeremos
como en una hora”, me digo mordisqueando el último trozo de galleta de queso.
Tratando de apurar las cosas, Cristina
le ayuda a atizar el fuego a papá, pero dudo mucho que logre apurar nada; ella
siempre tan expeditiva y presta a ayudar, pobrecita, siempre creyendo que así
la van a querer más. La verdad es que nadie la quiere. No hablo solo de mí sino
de toda la familia. Siempre se mantuvo apartada de todo, sola, ahí en su
habitación entre libros y apuntes mientras todos salíamos con papá a ver los
partidos de rugby en domingos tan luminosos como éste.
Eran hermosos esos domingos. Papá, Germán
y yo apostando quién ganaría el partido, ahí sentados sobre las gradas
enfrentando el quincho para que no nos diera el sol en la cara, entre los
veteranos hinchas del club, esos que lo vieron nacer allá en 1900, el “Negro”
con su whisky que cuando se emocionaba y gesticulaba violentamente con los
brazos aún en ese momento no lograba desparramarlo por los aires. El “Alemán”
con su cigarro, lo prendía una y otra vez, camuflado en su nube tratando de
ocultar el orgullo que tenía por su hijo que jugaba en la primera. Germán apoyado
contra el caño, frunciendo el ceño por la miopía (aun hoy se niega a usar
anteojos), yo con un helado en la mano, papá a los gritos y Cristina sentada en
la oscuridad de su habitación.
Crecimos, Germán logró entrar al equipo
y papá y yo lo íbamos a ver, repitiéndose las figuras que nos acompañaban,
quizá un poco más viejas y ajeadas por el viento y la vida, pero sin cambios
perceptibles. Yo con mi helado, Germán embarrado en la cancha, papá a los
gritos. Cristina en su departamento oscuro haciéndose la escritora.
Papá sigue gritando, aunque un poco
menos hoy en día porque el médico le dijo que tiene que cuidar la presión que
incluye, además de evitar los choripanes, no excitarse demasiado porque eso
significa una alta cuota de stress.
Ya se huele la grasa del chorizo
salpicando sobre las brasas. Huele a madera quemada y carne. Hay humo y eso que
estamos sentados en el jardín. Germán se atora con la coca que le sirvió la tía
y empieza a toser sin cesar, Eva le golpea la espalda como me imagino también
hace con su beba cuando tiene un eructito o algún pedito. A la beba la
estacionaron delante de mí y ahora reposa en su cunita chupando el chupete, ese
émulo de teta. No me mira. De hecho tiene los ojos cerrados por el sol. La
pusieron en el sol. No sé qué clase de madre es Eva. Seguro que no tiene la más
mínima idea del desarrollo de melanomas en bebés.
Mamá nos embadurnaba hasta donde no nos
pegaba el sol con Nubevital. Ger y yo jugábamos a la paleta pelota o a los
tejos con papá esos veranos que pasábamos en La Paloma. Me acuerdo bien del
olor de eucaliptus y pino en Villa Andresito donde a veces alquilábamos los
dormis si no llevábamos carpa. Cristina siempre se quejaba, que porqué no
íbamos a Córdoba en vez de ir siempre a la playa. Ella con mamá vivían
encaramadas debajo de la sombrilla. Mamá nos solía mirar jugar, Cristina leía
Agatha Christie que eran los únicos libros que se conseguían en la librería del
pueblo. Ella no amaba sentir la arena debajo de los pies, caliente, tan
caliente que te impulsaba tirarte al mar. Cristina usaba ojotas. Mamá usaba
ojotas. Ellas eran tan iguales, al punto que me peguntaba siempre cómo podíamos
ser de la misma familia.
Cris debe haber sufrido mucho con la
muerte de mamá. Era su único nexo con la familia. Publicó un libro de cuentos
titulado “Asepsia”, me imagino que es sobre la muerte de mamá. El libro en
algún lugar en casa está; copia firmada y dedicada, pero nunca tuve la voluntad
de leerlo.
Mamá estaría feliz por su nieta. Ahora,
la pobre criatura solo tendrá una abuela. Cristina creo que ni se enteró que
fue tía. Ger está exultante. Yo veo a esa criatura y no veo nada de él en ella,
es un calco de Eva. Rosada como una feta de jamón, ojos azules como zafiros,
orejas y manos diminutas. Quizá algún día desarrolle algo que la una con su
padre.
A nadie le importa, claro está, que yo estoy
tratando de quedar embarazada desde hace tres años por lo menos. Hice miles de
tratamientos. Hasta fui al cura sanador en Rosario con otra amiga que está en
la misma que yo. Eva quedó embarazada casi a los nueve meses de casada; qué
prosaico sería si se quedó embarazada la noche de bodas. No es mi marido el
problema, soy yo. Y no veo solución. No tengo con quién hablarlo tampoco. Mi
marido me dice que no quedo embarazada por el estrés del trabajo y por el
estrés de pensar tanto en eso. Mi amiga dice que hay que tener fe y rezar y
tomar religiosamente el bidón de agua bendita que me dio el cura sanador. Hasta
se lo hago tomar a mi marido a ver si surte efecto. Con papá de eso no se puede
hablar. Cristina quizá entendería, ella que es tan sensible, pero lo tomaría
como algo trágico y me pondría en alguno de sus cuentos llenos de crueldad. Seguro
lo llamaría “Valle infértil” o algo así. Mi cuñada solo habla de bebés y tiene
ahora un nuevo círculo de amigas, también todas con bebés y ahí no hay lugar
para mí; incluso conociéndolas deben pensar que la infertilidad es algo
contagioso. Mamá ya no está. Ella entendería. Ella era una buena madre. Ella no
me hubiera puesto en el sol.
La beba abre los ojos, me mira. Hace
una mueca y escupe el chupete. Me mira. No sé si me mira a mí o su propio
reflejo en mis anteojos de sol. Pretendo que me mira, que sabe que estoy acá.
Sonríe.
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